jueves, 28 de junio de 2018

Era un hombre valiente


Hay una frase que escribe Arturo Pérez-Reverte en el capitán Alatriste : « No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente ». Esta última palabra: valiente, se revuelca tenaz en mi pecho, la pronuncio con inmenso placer, la saboreo en mi boca hasta que mi voz le pone acento. Valiente, sí, eso era exactamente mi padre. Era un hombre taciturno, de mal genio, algo solitario y despilfarrador. No sé si era el más honesto, el más piadoso, el más humilde o el más inteligente, pero era ciertamente un hombre valiente.

De ser valiente y perseguir al deseo no puede uno jamás arrepentirse. Uno puede arrepentirse de pasar la vida en hibernación, dormido y atolondrado, como aturdido por una somnolencia placentera. Mi padre jamas durmió.
Los libros se amontonaban en la mesa, al fondo el último libro de filosofía que por azar le llegó de una colección mensual : « De lo efimero de la vida ». Con esa mezcla de sarcasmo e ironía suyas se lanzó a reír : « Es el momento perfecto para leer esto », decía un hombre diagnosticado de cáncer terminal.

En la mesa solo había libros. Libros y nada más. El café no podía beberlo, la comida no podía comerla, pero sí podía saborear las palabras que habitaban su mesa. Y cada día un nuevo libro cobraba vida entre las manos valientes de mi padre. Y cada día unos nuevos versos que yo le recitaba le hacían sentir vivo y lágrimas de emoción se escapaban de sus ojos. Antonio Machado estaba entre los predilectos y él cerraba los ojos y escuchaba, como quien escucha una dulce melodía que acaricia el alma : «Al olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido, con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas verdes le han salido ». Podrido tal vez, pero la poesía era el sol de mayo que le hacía florecer algunas verdes hojas.

Los libros devenían cada vez más pesados, y el cuerpo no podía sostenerlos. Apenas unas líneas, nada más. Después, volvían a la mesa tras cinco minutos de lectura, que eran los cinco minutos más valientes de un hombre que luchó hasta su último suspiro. Hasta que un lapiz rojo y azul se quedó esperanzado entre unas páginas, a la espera de la valentía de otras manos que lo abrieran.

Ese lápiz sigue orgulloso y esperanzado, tras cuatro años, entre las páginas de un libro de Ernest Jones, fiel discípulo de Freud y su biógrafo oficial. No permito que nadie toque ese libro ni mucho menos el lápiz que marca hasta donde llegó el valor de un hombre.

Un lápiz igual traje conmigo a París, y subraya infinidad de libros con tenacidad y emoción. Y entonces, ayer, dejando marcadas de azúl unas líneas en francés, algo se puso en evidencia: mi padre no estaba muerto, no. Las personas que amamos viven tras los trazos que han ido dejando en el camino. Mi padre me dejó un lápiz azúl y rojo, y una biblioteca inmensa. Cuando me siento con un lápiz y acaricio las hojas de un libro no me queda menos que creer en la vida eterna.

No era el más piadoso, ni el más honesto, ni el más no importa qué adjetivo, pero...era un hombre valiente.

martes, 30 de mayo de 2017

Aquel enfermo de Alzheimer...


Tiene los ojos azules, la piel blandita y titilante, y una mirada complicada de definir. Podría decirse que al fondo de sus pupilas se sucede el trajín de toda una vida mezclado con una vuelta a la infancia, que le da al azul de su mirada una pincelada de ternura, otra de dureza y la última, una pincelada que se resigna, cabizbaja y vulnerable.
Las palabras se atropellan en su lengua y se resisten a salir de su boca. Se enredan, se desarman, se enfadan porque se sienten atrapadas sin remedio… Pero ahí están, existen, quieren expresarse como antes. Antes se escapaban con tanta facilidad…tal vez demasiada, tal vez más de una palabra dicha entonces debiera haberse quedado atrapada con sigilo y hacerle ahora trampas a un cerebro desconcertado. Un cerebro dañado incomprendido por el corazón.
El corazón sigue latiendo de la misma forma que antes, y no se degrada con el paso del tiempo. Su corazón se burla del cerebro, se burla del tiempo, porque sabe que es una fuerza sin rival,  invencible, que sigue viva buscando el afecto, incluso cuando todo lo demás ha muerto.
Y el hombre de los ojos azules busca unas palabras que se han perdido en el laberinto de un cerebro senil y cansado. A veces logra articular algunas y con timidez alza la vista para ver si yo he comprendido. Enseguida yo sonrío y le acaricio como por accidente su mano arrugada. Entonces vuelve a alzar la vista, y puedo ver una lágrima que no se atreve a salir, pero que ahí está, y supongo que él también puede ver la mía porque antes de irse, antes de dejar atrás la habitación que nunca recuerda, me mira y me sonríe, para luego volver al otro día y que su cerebro me haya retirado del lugar donde se cobijan los recuerdos, pero me sonría como si ya nos hubiéramos conocido antes. 

domingo, 25 de diciembre de 2016

El niño autista

Tenía apenas seis años y guardo el vívido recuerdo de aquellos ojos grandes y negros, llenos de una nada inquietante. Aquel niño pasaba por mi calle casi cada tarde, amparado por la presencia taciturna de su padre. Caminaban juntos, en silencio, a ninguna parte. Los brazos no acompañaban al cuerpo en su movimiento y sus pies pisaban el suelo como con miedo, como si de alguna manera pidiesen disculpas a la tierra por caminar sobre ella.
Que paseos tan tristes…Ni siquiera una palabra, ni una mirada, ni una lágrima, ni un atisbo de emoción. Sus ojos negros e inmensos no miraban a ninguna parte, y su cuerpo casi desplomado caminaba con la inercia del objeto inanimado. Un cuerpo que existía sin existir, unos ojos que anunciaban el terror de un cuerpo sin vida.
Desde mi niñez he podido contemplar desde mi balcón los paseos de ese niño con su padre. Paseos lentos, el uno junto al otro con una distancia prudencial. Calles arriba y abajo. Paseos silenciosos que lanzan un grito de desesperación escondido en el silencio. Paseos que continúan veinte años después con el mismo caminar lento y errático del que no se le ofreció elegir la vida.
Siempre me desconcertó y me apenó ver a ese niño pasar por mi calle con su padre, con ese aire de indiferencia, con esa lentitud mortífera. Y en sus ojos, tan solo podía ver dos canicas de cristal negras que anunciaban un cuerpo ausente. Y después de veinte años su pelo negro no envejece, no se atreve a volverse cano. Y sus ojos jamás se humedecen. Y sus labios, entreabiertos, me gritan algo que no puedo comprender y me acongojan el corazón.
Ese niño  hace tiempo dejó de serlo para convertirse en hombre. Me pregunto si él lo sabe, si sabe que fue un niño que ha crecido. Me pregunto si sabe que tiene un nombre y que a su alrededor se despliega el absurdo de la vida. Y después de todo, me pregunto dónde está ella. Tal vez él, resignado, se lo ha preguntado siempre.

viernes, 9 de diciembre de 2016

Un pedacito de historia

Hace algo más de un año que aterricé en París con la emoción de comenzar a vivir, de dejar atrás una vida de confort que empezaba a incomodarme. Hace un año que dejé atrás un pueblo de casas blancas, bandadas de golondrinas que se refugian bajo el tejado de la guardia civil y campanadas de iglesias que agitadas dejan su eco en el silencio de la tarde. Hace un año que dejé atrás mi vida cómoda y plácida, donde ningún sobresalto podía alterar la rutina de un perfecto letargo.

Llegué en mitad de una tarde fría y gris a un pueblo perdido de la Île de France, de tres mil habitantes, a casa de una familia que no era la mía, con unos niños que me miraban con extrañeza, y con el graznido matutino de unas aves que ya no eran mis golondrinas. Me ví inmersa en un mundo de palabras que jamás había oído, en un acento que me era ajeno. Apenas pasé cuatro meses en ese pueblo colindante a Saint Germain en Laye. Fueron cuatro meses eternos en los cuales esa familia, me hizo sentir un extraño ser que no tenía cabida en ella. Por lo tanto decidí cambiar de vida, una vez más. Y el azar, que a veces juega de tu parte, me hizo conocer a otra familia que, muy al contrario que la anterior, me ayudó a querer avanzar, me valoró y respetó mis particularidades. ¡Qué preciosos recuerdos guardo de esa familia! Sobre todo de ese niño, que casi sin hablar sabía decírmelo todo.
Él es un pequeño seductor de cuatro años, tres cuando le conocí. Emana dulzura hasta en el modo de coger su vasito de leche. Es un pillo inteligente que sabe muy bien como conquistar a cualquiera con su mirada angelical.
Recuerdo con cariño despertar y sentir que una manita diminuta tira de la sábana, alzar la vista y ver una mirada de dulzura infinita que me pide que me levante a las ocho un sábado; correr por el parque y contagiarme con sus carcajadas; bailar “hakuna matata” en mitad del salón; sentir su cabecita cansada apoyada en mí...Pequeñas grandes cosas que hacían de mis tardes un regalo de la vida.
Ese niño me salvó. Encontrarme con él fue lo que me dio deseo de continuar en París, porque me dio amor y es todo lo que necesitaba, que no es poco. Me dio mucho más a mí que yo a él, porque ese niño cuya voz le tropieza en las palabras no encuentra tropiezos en su corazón.

Pero la vida no me permitió pasar más tiempo con mi pequeño rubio de ojos color miel y muy a mi pesar tuve que cambiar, otra vez más, de vida. Maletas arriba y abajo, sin saber dónde irían, con la incertidumbre de encontrar o no un lugar donde refugiarse. Maletas llenas de sueños y angustia. Y de un lado a otro, así anduve durante tres meses. Hoy en un pueblo, mañana en otro, sudando al subir miles de escaleras con treinta kilos en las manos. Arrastrando, no solo la carga de mi ropa, sino la carga de la ausencia.

Mi vida en París es una sorpresa diaria, un sobresalto tras otro que me lanza al insomnio, un reto inmenso. Mis días son un aprendizaje sin fin. Palabras nuevas me asaltan los oídos continuamente, acompañadas de sus acentos árabes, franceses o latinos. También mi corazón anda desvalijado y desconcertado por culpa de un guapo ladrón de tierras de oriente.

Algunas noches, desde mi ventana, con un cigarro y un café, pienso en la comodidad de mis días de antaño: mi coche, mis perros, mi lengua, mis amigos, mi familia, mi casa, mis atardeceres en el mar mediterráneo... La angustia ahí no tenía cabida. Todo era comodidad y sosiego aunque, eso sí, un sosiego engañoso y mortífero. Entonces, veo apenas un atisbo de luz que fugaz recorre el cielo de París, me cercioro de que vivo en el 17ème arrondissement. Que al salir a la calle y alzar la vista a la izquierda, el Sacre Coeur se tiende ante mí. Que mi trotinette me lleva a la lavandería de Montmartre los domingos. Que en Paris 8 tengo el privilegio de sentir el desconcierto de no comprender a Lacan y de desear hacerlo. Que en el 12ème arrondissement tengo un refugio donde alojar mis palabras y...el puente de Alejandro III, donde a veces me siento a conversar.



martes, 22 de diciembre de 2015

Rutina

Aterricé en el aeropuerto de Málaga y sentí el familiar calor de la costa del sol.  Comencé a oír la lengua castellana, tan inusual a mi alrededor desde hace poco. Había regresado, aunque de vacaciones y por poco tiempo.
Llegué a mi tierra natal: Antequera. La misma vecina limpiaba su puerta con el afán de siempre. El mismo hombre, con el mismo chaleco, tarareaba la misma canción en la plaza de Abastos. Una monótona y aburrida canción que no desea cambiar de tonalidad, de ritmo y que no se atreve a tornarse vertiginosamente peligrosa. En fin, dejemos al hombre tranquilo y relajado con su canción habitual.
Paseo a mi perro, con sus paradas de siempre, con la misma curiosidad por oler siempre en las mismas esquinas. A lo lejos el camarero aquél va de las mesas al restaurante, una y otra vez, con el mismo aire triste y aburrido del que se siente destinado a pasar la vida sirviendo mesas.
Me cruzo con los mismos vecinos, las mismas calles, el mismo perro en la misma plaza, con el mismo temple, la misma mirada. Su dueño sentado en el mismo banco (es peligroso cambiar de asiento), contemplando no sé qué. El mismo fragmento de película, que se ha repetido siempre, vuelve a repetirse ante mis ojos.

Y los paisanos se quejan de lo mismo, se aburren de silbar siempre lo mismo, de cantar siempre la misma canción…Pero el año que viene, cuando regrese, volverán a cantarla de nuevo, porque cambiar de estrofa es demasiado peligroso. Porque no tienen ni idea de cuántas posibilidades se tienden delante de ellos para lanzarse a escuchar otras melodías que les hagan sentir algo diferente, que les hagan soñar, y en definitiva vivir. 

lunes, 12 de octubre de 2015

Todo lo demás es polvo y aire...

Málaga me gustas mucho, porque en una calle pegadita a calle Larios mi padre tenía su consulta, y yo iba a menudo a visitarle, para poder compartir juntos su particular y precioso silencio delante de un café, sus ojos brillantes color miel y sus palabras, que tenían el don de acariciar el corazón… Así podía una encontrar, en su sonrisa y en su forma de mirar, una razón para vivir y un deseo de luchar para continuar contemplando el brillo de esos ojos y la dulce caricia de esas manos rechonchas y calentitas en mi mejilla. Si en la vida existe un vacío existencial, él lo lograba tapar cuando me dedicaba una sonrisa. Por eso, si sigo navegando y luchando en medio de la tempestad, es porque él querría ver la mía.
La vida vale la pena porque tú has sido mi padre y me has salvado. Todo lo demás, como dice Máximo en Gladiator, es polvo y aire.


domingo, 29 de abril de 2012

A mi padre


Nunca digas demasiado,
tu amor nunca me sobra,
y siempre me basta.

Me abriste la puerta
de una vida auténtica,
y ya nadie podrá cerrarla.

Y podré volar muy alto,
porque tú
me has dado alas.

Y podré llegar muy lejos,
por el amor
que siempre me regalas.